8 de abril de 2015

De como hice el MIR y desaparecí del mundo.

Parece que ha pasado un siglo desde que el 31 de enero me senté en ese aula a hacer el examen que tanto tiempo me ha robado. Fueron apenas cinco horas desde que entré y no recuerdo demasiado bien que pasó dentro de la sala. Recuerdo ver la cara de mis amigos esperándome a la salida, pidiéndome con los ojos que afirmase con la cabeza haciéndoles saber que todo había ido bien. Recuerdo el ruido y la gente entusiasmada. Recuerdo el confeti y sentirme como hacía mucho tiempo que no lo hacía. Recuerdo celebrarlo como pocas cosas en mi vida. También recuerdo los nervios a la mañana siguiente, al saber que podría consultar una estimación aproximada. Recuerdo que ni fu ni fa. Contárselo a la familia e ir haciendome a la idea de que había terminado. Salir a la calle y ver que el mundo no se había parado en los últimos siete meses. Volver a la normalidad, y sentirme de todo menos normal.

Sin darme apenas cuenta abandoné la normalidad de España para irme a Guayaquil. Desde que empecé a estudiar el MIR sólo tenía claro que el postMIR iba a ser así. Contactar con una ONG de Barcelona, asistir a sus charlas formativas la semana siguiente al MIR, buscar y preparar medicación para llevar, decidir qué me iba a acompañar en las siguientes siete semanas dentro de una mochila y coger un vuelo para cruzar el mundo. Aterrizar y cruzar Ecuador en 12 horas para llegar a García Moreno, un pueblo perdido en los Andes al norte del país. Empezar a ver gente diferente. Otra mentalidad y otra forma de entender la vida. El cariño de la gente y la hospitalidad de los más humildes. El pollo que sacrifican porque tú te sientas a la mesa. El arroz. El patacón. Las habitaciones en las que jamás creí que dormiría y los baños en los que nunca hubiese pensado que me sentaría. Los compañeros que empezaron siendo extraños y se convirtieron en familia. Las consultas siendo el médico que ha venido a ayudar. Los "mande?" y los "mijito". Más arroz y más pollo. Los viajes de doce horas pasando de pueblo en pueblo hasta llegar al sur, frontera con Perú. 

Las conversaciones en las que conozco a los que me acompañan, en las que les cuento lo que poca
gente sabe. Verte en otro lado del mundo acompañado de gente que se convierte en algo especial. Echar de menos lo que dejas en casa pero saber que lo que has venido a dar merece la pena. Recibir
más de lo que eres capaz de dar y vivir una experiencia que no se puede comparar con nada. Acompañarte de personas que empiezan siendo desconocidos y con los que terminas viviendo una de las mejores experiencias posibles. Saber que todo tiene que terminar y que cada uno volverá a su casa, a seguir con su vida o a elegir su plaza y a empezar una nueva etapa. Saber que no es un "adiós", sino un "hasta pronto".

Esto no ha sido solamente un viaje después de un examen. Ha sido una oportunidad de aprender a trabajar y convivir. Aprender que, aunque haya momentos en los que un sacrificio parezca demasiado duro, toda recompensa es lo suficientemente buena como para compensar el esfuerzo. 


A.